Nunca en la memoria reciente se ha destacado tanto la necesidad y el
potencial subyacente para una nueva revolución liberadora como en la estela de
los crímenes de Estado en Iguala y Tlatlaya y la poderosa resistencia que ha
estremecido el país.
Ayotzinapa: el despertar del pueblo y la crisis política del Estado
La masacre de 6 personas y la desaparición forzada de 43 normalistas de
Ayotzinapa caló hondo. De una vez, los luchadores en Guerrero tomaron las radiodifusoras,
bloquearon carreteras, inundaron las calles de Iguala y encararon el Poder. ¡Esta
vez, no se iba a callar la matanza! Se destapó la ira, largamente sofocada por el
terror y la desesperanza, por todo el país. Decenas de miles de personas
tomaron la calle; se empezaron a denunciar otras desapariciones, otros
crímenes. Millones más rompieron el silencio, condenaron los crímenes y comenzaron
a tomar partido con los “revoltosos”. La protesta reverberó en todo el mundo. Todo
esto puso a la defensiva a las clases dominantes y sus representantes
políticos, y se desató una crisis política en la que se ha exhibido el carácter
asesino del Estado de manera tan contundente que millones comienzan a ver que
su poder es completamente ilegítimo.
Hace falta acabar con este sistema criminal
Todas las fuerzas del Estado—el ejército y las policías federal, estatal y
municipal—se comunicaron en tiempo real y estaban inmiscuidas desde el
principio en los crímenes de Iguala. En Tlatlaya fue el Ejército que masacró a
21 personas desarmadas y los agentes estatales torturaron y atacaron sexualmente
a las mujeres que presenciaron este horrendo crimen a fin de encubrirlo. Y son solo
dos ejemplos que destacan entre el cúmulo de asesinatos, violaciones,
desapariciones y tortura cometidos por las fuerzas del Estado.